Hace algo más de un año llegué a mi nueva casa con el deseo de convertirla en un hogar. En aquel momento todo era dolorosamente nuevo: las ventanas, la pintura de las paredes, las rutinas, las sábanas, el sofá verdeazul, mi sitio para tomar el té. Incluso Peter, nuestro gato, iba descubriendo rincones mientras maullaba con desconsuelo. Yo también quería maullar.
El desconcierto, por suerte, ya pasó. Ahora sé a qué hora exacta del día empieza a entrar el sol en mi habitación. Sé dónde se acumula el polvo primero. Reconozco el ruido que hace mi vecino, Albert, cuando se afeita en el baño contiguo a mi dormitorio. El golpeteo de su maquinilla, que ahora me hace sonreír, me reconfortó al inicio de muchas noches. Me lo imaginaba al otro lado de la pared, frente al espejo, y esa imagen, junto con el sonido rítmico que la acompañaba, me hacía sentir menos sola cuando todavía me daba miedo irme a dormir. También compré plantas. Algunas murieron porque las olvidé. Otras siguen radiantes porque me acordé. Supongo que eso también nos pasa por dentro: hay partes que florecen cuando las cuidamos y otras que se marchitan en el olvido de lo cotidiano.
Con todo, todavía me queda algo que no he conseguido resolver: una alfombra. Una alfombra de colores que no acabo de colocar en ninguna parte. Me la traje con la mudanza y ahí sigue, enrollada, apoyada en la pared del pasillo desde hace más de un año. La probé una vez en el salón, luego en el dormitorio. No encajaba. Quizá porque era de otra casa, de otra vida, de otro suelo. Y, sin embargo, sigue conmigo. Quizá no me he deshecho aún de ella por pereza. O tal vez por esa ternura desorientada que profesamos a las cosas que un día fuimos.
Pienso en esa alfombra como en una pregunta que no quiero responder. ¿Qué hago con lo que ya no es mío pero aún me acompaña? ¿Con lo que ya no encaja pero no acabo de soltar? Quizá todas tenemos una alfombra enrollada en algún lugar. Un objeto que espera una decisión que no llega. Un símbolo mudo de la transición.
También me doy cuenta de que ya no necesito que todo esté colocado en su sitio exacto. Que mi afán por encontrar el lugar para cada cosa, y por encontrarme a mí en esos lugares, ha dejado de ser un refugio y puede permitirse el respiro de lo inacabado. Que si la casa se ha vuelto más mía no es por lo que decidí colocar en ella, sino por lo que ocurrió entre sus paredes en este tiempo. Por los amigos que trajeron historias, comida, risas, canciones. Por las voces que resonaron en las habitaciones, por los tés y los vinos en la terraza, por los cuerpos confiados en el sofá. Por la intimidad que se dio sin esfuerzo, por las sorpresas, las lágrimas… Por las conversaciones que dejaron huella, por la complicidad y la presencia compartida. Me gusta pensar que las casas se van empapando de parte de la energía que sus habitantes derraman sobre ellas mientras las viven. Me gusta comprobar que, como en todos los lugares que hemos habitado mi hija y yo, nuestros invitados vienen “solo para pasar un rato” y al final nunca se quieren ir.
Con todo, a veces me descubro buscando algo más. No en la casa, sino en mí. Cuando eso pasa vuelvo a ese otro hogar que es mi cuerpo y me pregunto cuántas alfombras he dejado de colocar ahí. Cuántas veces me he dejado a medias por miedo a ver qué pasa si suelto del todo. Y también cuántas veces he florecido sin darme cuenta, como hacen algunas plantas cuando las olvidan y ya nadie mira.
La alfombra sigue ahí, callada. Tal vez un día la regale, tal vez la tire al fin. Puede que en algún momento la coloque en un sitio nuevo y se convierta en otra cosa. Como una alfombra voladora, por ejemplo. Quién sabe cuál será su potencial. Por el momento, la dejo estar.
Hay casas que no se terminan nunca, pero un buen día te das cuenta de que ya no te tropiezas cuando vas a la cocina en mitad de la noche a buscar un vaso de agua. Que eres capaz de abrir el armario, encontrar el vaso y llenarlo sin encender ninguna luz. También hay objetos que se quedan a medio camino entre lo que fuimos y lo que ya no somos. Y hay cuerpos que no necesitan resolverlo todo para empezar a echar raíces.
Algunas cosas encuentran su lugar en esa pausa indefinida donde nada termina de irse ni de quedarse del todo. Apoyada en la pared, esa alfombra de colores que no me decido a poner ni a regalar sigue hablando de lo que fui. De lo que ya no encaja y, aun así, permanece. Y está bien así. Porque hay rincones, en la casa y en una misma, que necesitan demorarse un poco más antes de revelarse. Y esa espera también es bella. Como mi alfombra sin desplegar, que sigue diciendo algo aunque ya no toque el suelo.
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