Recuerdo que en mis inicios como escritora asistí a una mesa redonda junto con otros autores. Estábamos en Madrid y nos pidieron que habláramos del proceso creativo, de las bondades y las dificultades de ser escritor. La mayoría de participantes coincidían en una cosa: escribir no es una actividad placentera, al contrario, es algo que cuesta, que incluso provoca mucho sufrimiento. En aquel momento, con solo una novela publicada, me pareció que exageraban un poco. Vale, sí, había tenido que vencer un par de veces al síndrome de la impostora que me agarraba por el pescuezo mientras terminaba La gramática del amor, pero tenía una buena red de apoyo, una editora entusiasta y muchas personas que creían en mí y, la verdad, no me parecía que fuera para tanto. Con el tiempo y varios libros más a mis espaldas he comprobado que me equivocaba. No recuerdo haber disfrutado nunca más de la escritura de una novela, excepto por momentos muy breves y efímeros que, cuando luego revierten, inevitablemente, siempre me parecen torpes intentos de autoengaño.
Recuerdo, eso sí, haberme bloqueado, haber decidido que ya no volvería a escribir más, porque si las otras veces pude hacerlo y alguien quiso publicarme debió de ser por pura casualidad, haberme boicoteado, haber procrastinado por miedo, no por pereza, haber amagado con claudicar. Me está pasando lo mismo esta vez, solo que como ya lo he vivido todas las veces anteriores, sigo adelante. Renqueante, medio coja, a ratos lloriqueante y dolorida, pero adelante. Es incómodo. Muy incómodo. Imagínate convivir con una voz que, cada vez que abres el ordenador portátil y empiezas, te repite: «No tienes el talento necesario para escribir esto, y lo sabes». Cada día. Cada vez.
Al menos con el paso de los meses la frase ha ido cambiando, pues al inicio era aún más desagradable y ladraba: «A nadie le importa eso que escribes, no es interesante». Me llevé la frase, el ladrido, a una de mis prácticas de Bio, sin saberlo, y al acabar con el trabajo que estábamos haciendo aquel día escuché la misma voz, solo que mucho más fuerte y cruel, metida en mi diafragma y pugnando por salir: «No le importas a nadie», gruñó entonces la voz. Mismo mensaje, aún más áspero y destilado. Empecé a llorar en el círculo de cierre mientras el grupo compartía y me pasé días llorando como si estuviera escurriendo una esponja de dolor guardada dentro del pecho. No porque crea que no le importo a nadie, sino porque reconocí el origen de esas palabras que parecían surgir de la nada y el efecto que habían tenido en mí durante tantos años. Aún a veces, cuando estoy con un grupo de gente, en una fiesta, en una reunión, en una situación social que desde fuera puede parecer inocua pero que a mí me reta, o incluso en un encuentro a dos, surge sin previo aviso esa misma voz. Y con ella, la sensación de estar cayendo y de no poder sostenerme, el vacío, el miedo de no pertenecer, la sensación de disolución, de no ser. Cuando la oigo trato de volver a mi respiración para, como dice Vicen “posar sobre ella la mariposa de la conciencia”. Si le doy atención y espacio noto cómo esa voz se suaviza. A veces incluso hace una pausa. Parece entonces que estuviera cansada, que quisiera echarse a dormir después de ofrecerme a mí y al mundo un gran esfuerzo: la función de su vida. Yo aprovecho el momento y miro el espacio a mi alrededor, siento, oigo, huelo y me abrazo, para que me quede claro en el cuerpo que las voces son voces, pero que el amor y la presencia pueden más.
Lo que quiero decir con esto es que lo que surge dentro de un proceso creativo no es muy diferente de lo que surge en otras situaciones de vida. Y por eso, trabajar con estas voces que siempre quieren que abandone, que me dicen que no valgo, que no soy, que todo es una gran mentira, es un regalo. Y diría que forma parte del proceso. Así que esta vez he decidido incluirlas también en el relato. Este fin de semana, mientras escribía con la sensación de estar sangrando por los dedos o a punto de ahogarme, decidí que las voy a dejar hablar para que suelten de una vez todo su discurso, para que no se dejen nada, ni una palabra, ni una coma, en el tintero. Hasta les voy a poner un micrófono y un amplificador. Y quién sabe. Tal vez así me resulte más fácil vivir con ellas. Tal vez así se apacigüen un poco.
El día en que dejemos de sentirnos así cuando nos sentamos a escribir quizá debamos preocuparnos. ¡Adelante siempre!