Mi yo nocturno, o cómo hice las paces con el insomnio
La noche como un espacio creativo, expresivo y de sanación
Ya hace días que duermo mal, otra vez. Me despierto a las tres, a las cuatro o a las cinco, y mi cerebro se activa como si fueran las ocho de la mañana y alguien me hubiera apretado el interruptor de encendido. Cuando pasa esto me resigno, porque sé que ya no podré volver a conciliar el sueño.
El insomnio y yo somos viejos amigos. Nuestra relación empezó a mis veintipico, cuando la empresa en la que trabajaba se volvió tan tóxica que si no estabas siempre preparada para lo peor te arriesgabas a recibir una puñalada por la espalda en cualquier momento. Lo que nadie te contaba es que no importaba cuánto te protegieras: las puñaladas caían igual. Me marché de aquel infierno corporativo en cuanto pude, pero de regalo de despedida me llevé unas cuantas crisis de ansiedad y aquel estado de semialerta que ya nunca desapareció del todo, más o menos presente según mi momento vital. O quizá había estado ahí siempre, como una posibilidad, y el ignorante de mi jefe −utilizo aquí el término en un sentido budista− se limitó a activar un programa que yo ya llevaba de serie. Una década después, cuando nació mi hija y no durmió una noche seguida hasta que cumplió los tres años, me convertí oficialmente en una de esas personas con el sueño fragmentado que se pueden dar con un canto en los dientes si consiguen descansar cinco horas seguidas.
Envidio a la gente que se duerme en los aviones, en el tren, en el bus… a esos que se meten en la cama, suspiran, y a los pocos minutos ya están perdiéndose en el primer sueño. Me flipa ver a un bebé o a un gato durmiendo con ese abandono, hinchando y deshinchando el vientre, confiado en que nada malo va a pasar mientras tenga los ojos cerrados, aunque esté en mitad de la calle o metido en un cochecito dentro de un bar ruidoso. Yo no sé hacer eso. Mi dormir, o más bien mi mal dormir, es un animalillo delicado al que le afecta cualquier cosa. No puedo tomar café, porque me excita demasiado −así empezó mi pasión por el té− ni comer chocolate a partir de las cuatro de la tarde, ni tomar refrescos con cafeína, tener conversaciones intensas o ver películas muy movidas dos horas antes de ir a la cama. Y ni aun cuidando mucho lo que como, lo que bebo, cuánto me muevo, la temperatura de la habitación, las pantallas y su luz azul a partir de cierta hora… todo eso que los expertos aseguran que garantiza un buen sueño, puedo yo asegurarme el mío.
La novedad de estos últimos tiempos, y el motivo de esta primera carta que os dirijo, es que después de muchos años de lucha puedo decir que al fin he dejado de tener miedo de las noches en blanco. No siempre fue así. Las primeras veces y durante años viví con mucha inquietud mi dificultad para dormir. Caía la noche y me sentía al borde del abismo, un abismo que se hacía más y más profundo en la medida en que ahí afuera se hacía más y más oscuro. Me parecía que había un fallo de funcionamiento en mí, y que si no conseguía regularme y dormir “como todo el mundo” −por entonces no sabía ni que el insomnio afecta, sobre todo, a las mujeres, ni a cuántas más además de mí− iba a acabar volviéndome loca o poniéndome muy enferma. La noche lo hacía parecer todo mucho más temible, así que yo agravaba mi ansiedad poniéndome en lo peor: ¿cómo iba a afrontar la mañana siguiente, el trabajo, la crianza, la compra, las meriendas, las reuniones, las conversaciones, el tráfico… la vida, sin apenas haber dormido?
Años después aprendí a asustarme menos cuando llegaba algún episodio especialmente duro. La sabiduría perenne nos dice que el insomnio no es otra cosa que el miedo a morir, porque el instante en que perdemos la conciencia y nos dormimos es muy parecido al de la muerte. Quizá era eso lo que me impedía entregarme al descanso. El caso es que ya han dejado de importarme los efectos amenazadores de dormir mal. Que nadie se lleve las manos a la cabeza. Esta carta no pretende ser un alegato de los beneficios de la falta de sueño. No hace falta ser médico pasar saber lo mal que le sienta al cuerpo y a la salud. El mal humor que nos aqueja al día siguiente. El cansancio, la desregulación del apetito. Creedme, conozco muy bien todo eso. Pero hoy no nos vamos a ocupar de ese aspecto, sino que vamos a entrar en otro plano, el de nuestro yo nocturno. Para quitarnos un poco de ansiedad, quizá, si es estamos pasando por una temporada de no dormir. Para, puede, ser capaces de darle un sentido.
Y es que el territorio de la noche puede ser también muy dulce y muy fértil, casi como un refugio. No es casualidad que tantas mujeres artistas se hayan dedicado a crear con nocturnidad y alevosía. Pina Bausch, Josephine Baker, Madame de Stäel o Tamara Lempicka. La escritora Virginia Woolf escribía en las horas nocturnas, y cada vez que terminaba una obra se veía aquejada por una temporada de insomnio agudo que utilizaba para empezar a plantearse su siguiente obra.
Cierto es que en muchos casos, sobre todo en épocas más remotas y para las mujeres, el único espacio posible para crear era este, el de las horas secretas de la noche. El día estaba reservado para el quehacer doméstico, el cuidado de su apariencia, de los demás, al personaje que toda fémina debía representar en su vida cotidiana. Pero la noche, ¡ah! Las horas robadas al sueño podían ser catárticas y reconfortantes. Un paraíso de libertad. Conozco a varias madres quienes, a pesar de tener un bebé o una criatura de corta edad que duerme poco, se ponen el despertador a las cinco de la mañana para poder tener un rato de silencio y de quietud antes de que se levante nadie.
La noche propicia una mirada distinta a las cosas, un gesto más introspectivo. Los contornos de los objetos y de los paisajes se suavizan. Los sonidos nocturnos son muy diferentes de los que oímos durante el día. Y nosotras también somos diferentes. La presión sanguínea baja. La musculatura se debilita. Nuestro flujo hormonal cambia durante la noche. El cortisol, la hormona que nos mantiene alerta y concentradas y cuyo exceso produce estrés, cae −su mínimo se sitúa alrededor de la medianoche−. Se sabe que esta hormona interfiere en las conexiones entre regiones cerebrales remotas. En cambio, el flujo de dopamina aumenta. La dopamina es una hormona muy necesaria para la creatividad. ¿Quizá por eso el cuerpo la produce en mayor cantidad a la hora en que se supone que deberíamos estar soñando? Un estudio mostró cómo un grupo de ancianos enfermos de Parkinson a quienes se suplementó con dopamina experimentaron un curioso efecto secundario: muchos de ellos notaron de repente una gran facilidad para tener nuevas ideas. Muchos empezaron a pintar o a escribir poesía.
Casi todos los niños tienen miedo de la oscuridad. Es este un temor innato que luego refuerzan con maestría diabólica cuentos y películas. Cuando apagamos la luz los monstruos que permanecían escondidos debajo de la cama o dentro del armario aprovechan para salir. Los más pequeños lo saben, y por eso piden que les dejemos la luz del pasillo encendida. La luz disuelve sus miedos, hace desaparecer a los demonios. Solo que con los años empezamos a darnos cuenta de que en realidad, aunque dejemos encendida toda la noche una luz testigo, los monstruos no se van. Durante el día podemos fingir que no existen, darles la espalda y dedicarnos a hacer otras cosas casi como si nada. Con una pequeñísima alerta encendida, quizá, o con absoluta inconsciencia. Pero nuestra intuición sabe, aunque esa información tarde décadas en llegar, que tarde o temprano vamos a tener que mirarlos a los ojos, porque cuanto más los ignoremos más fuerte van a rugir.
Según nuestro cronotipo, las personas somos búhos o alondras. Escribí sobre ello hace un tiempo. Yo soy claramente una alondra (o una gallina, aunque queda menos poético), y nunca he escrito nada interesante por la noche, aunque sí he tenido muchas ideas inspiradoras. La noche puede sugerirnos infinidad de cosas, pero lo que he descubierto recientemente es que cuando no duermo tanto quizá es porque necesito dedicar un tiempo, que no tengo o no quiero tener durante el día, a ocuparme de mí misma, a volver la mirada hacia dentro para verlo todo, hasta a mis propios demonios. A escucharlos, a conocer su canción, incluso a acariciarles el lomo si se dejan. No soy especial en esto: todos tenemos bichos, monstruos y sombras, asuntos desatendidos a lo largo de los días, las semanas, los meses, los años… Y todos hacemos lo que podemos con ellos.
Durante la noche, una vez le perdemos el miedo a la oscuridad y somos capaces de vivirla sin tiempo, sin relojes, sin pensar en lo que sucederá por la mañana, caen el escepticismo y la razón. La lógica se diluye y aparecen soluciones intuitivas, creativas. Como llegadas de otro plano. El horizonte se cierra, pero la mente se abre a imágenes y a posibilidades impensables a la luz del sol. Hay algo instintivo, primitivo, receptivo, que se despereza en las horas más oscuras. La imaginación se suelta, atrapada durante el día en elucubraciones más mundanas, más prosaicas. La noche es también el territorio de lo sagrado, la hora de conversar con Dios. Es por eso que durante milenios fue el tiempo reservado a la oración. Los místicos antiguos la abrazaron y la mayoría de ellos apenas dormían. Santa Teresa de Ávila, por ejemplo, era conocida por descansar apenas cuatro horas. Las monjas se levantaban tradicionalmente para rezar los maitines y leer textos sagrados entre la medianoche y las tres de la madrugada, para ir a dormir otra vez unas pocas horas hasta el alba.
Hace poco leí que las personas que sufren una pérdida importante pasan mucho más tiempo en fase REM (la etapa del sueño en la que soñamos). Cuanto más profundo es el duelo, más REM y menos sueño restaurativo. Y por supuesto, más insomnio. También se sabe que las mujeres tenemos el doble de posibilidades de padecer esta afección que los hombres, debido a nuestra particular configuración hormonal. Me niego a pensar en ello como una enfermedad o un hecho meramente bioquímico, sino más bien como un estado mental e incluso creativo. Me pregunto si el motivo por el que he hecho las paces con mi insomnio es porque me he dado cuenta, al fin, de que a veces necesito estar despierta por la noche para procesar mis propias pérdidas, más o menos importantes, más o menos recientes, más o menos pendientes. Remotas, a veces. Transgeneracionales, puede.
Lo que hago últimamente cuando no duermo es, sobre todo, escuchar. No es fácil sentarse a tomar una infusión con tus propios bichos, con las sombras, con la oscuridad que lleva tanto tiempo encerrada bajo siete llaves. Escuchar lo que tiene que decirte. Pero es importante hacerlo. La noche puede ser, así, un poderoso instrumento de consuelo, imaginación, esperanza, sanación, creatividad, soledad y reflexión, una manera especialísima y delicada de nuestro cuerpo, mente y espíritu de expresarse, comprenderse y de descansar en el silencio.
Hasta la semana que viene. Gracias por estar aquí.
Fa poc una dona molt sabia em deia que hem de deixar de tenir por al "no dormir". Que el cos, quan deixa de dormir, és que està netejant. I que hem de deixar que ho fagi plenament, sense por ni límits.
Jo encara no he après a fer-ho, però em va transformar molt la mirada el plantejament. Igual que el teu post!
Gràcies!
Abraçada!!
Interesante reflexión, Rocío. Pensaré sobre ella en las horas de desvele.