Hay vínculos que no duelen por lo que fueron, sino por lo que no pudieron ser. Por las palabras que no se dijeron, por la presencia y la calidez que faltaron. Por la mano que no se tendió, por el abrazo que no llegó.
Marie Danforth Page, The Mother (1916)
Esta carta no es una historia. Es una forma de poner palabras a un dolor que muchas personas arrastran sin ser capaces de nombrarlo nunca. Es para quienes crecieron en casas que no fueron hogares, donde el afecto era imprevisible, donde el amor dolía, donde no había mirada ni sostén, donde una sonrisa podía ir seguida de un grito, un golpe, un portazo o el castigo del silencio. Donde sobrevivir implicaba aprender a desconectarse. Es también una carta sobre el cuerpo. Sobre la ansiedad sin causa aparente. Sobre esa sensación de no estar bien en ningún sitio, ni siquiera en una misma. Y sobre la posibilidad, remota, lenta, revolucionaria, de volver a casa. De construir una misma ese lugar seguro.
Escribo este texto como editora, periodista y escritora especializada en psicología, espiritualidad, salud y bienestar. He acompañado a decenas de autores que profundizan en estos temas, y yo misma recorro desde hace años un camino de sanación que incluye terapia, trabajo corporal y lectura voraz. No soy terapeuta. No doy diagnósticos ni soluciones. Escribo sobre lo que transito, lo que leo, lo que vivo. Y lo hago sobre todo para que sepas que no estás solo, y que lo que sientes tiene nombre y camino de regreso.
Lo que cuesta nombrar
Es una verdad universalmente conocida que para poder empezar a sanar algo primero tenemos que nombrarlo. Y nombrar no siempre es fácil. Hay infancias que no dejan cicatrices visibles. Infancias que, desde fuera, podrían parecer normales. Mamás que “hicieron lo que pudieron”. Papás “estrictos pero buenos proveedores”. Historias que pareciera que no encajan en ninguna etiqueta de abuso, pero que dejan una grieta sutil, aunque insidiosa: la sensación de no haber sido del todo vistas, del todo protegidas, del todo queridas.
Es la herida, a veces, de haber tenido que convertirse en adulto demasiado pronto. La de haber aprendido que mostrar tristeza era “hacer un drama” y tener rabia “ser una mala hija”. Es la herida de haber crecido midiendo cada gesto, cada palabra, cada silencio, por miedo a detonar algo.
El término “narcisismo parental” puede parecer lejano o exagerado para algunas personas. Pero el narcisismo no habla solo de padres y madres arrogantes o dominantes. A veces se manifiesta como fragilidad crónica, victimismo, chantaje emocional o en una necesidad constante de validación. Construye relaciones en las que no hay espacio para el otro. No hay escucha real. Todo gira en torno al malestar del adulto, su narrativa, sus heridas, su necesidad. La niña o el niño que crece en un hogar así aprende muy temprano a plegarse, a hacerse útil, a esconder su tristeza y su rabia bajo la sonrisa correcta. Aprende, sobre todo, a dejar de necesitar. Porque necesitar algo de una figura emocionalmente inmadura es exponerse al peligro, a la frustración y al dolor. Es pedir agua a un pozo seco.
“El niño aprende que su existencia sólo es válida si no molesta, si no pide, si no necesita”, explica la psicóloga clínica Ramani Durvasula, una de las mayores expertas en relaciones con personas narcisistas en su libro No eres tú. Y continúa: “Y ese aprendizaje se convierte en un patrón que se arrastra durante décadas”.
No, no todas las madres fueron refugio. Algunas fueron ausencia, exigencia o miedo. Algunas te enseñaron a cuidarlas antes que a cuidarte. A leer sus gestos como si fueran mapas de un territorio en guerra. A callar lo que dolía para no ser castigada con silencio, ataques o desprecio. A sonreír aunque por dentro quisieras llorar.
Pero el cuerpo nunca olvida
La desconexión puede funcionar como un escudo durante muchos años. Hasta que un día, el cuerpo empieza a hablar. La ansiedad aparece como una niebla. La culpa como un zumbido de fondo. La necesidad de demostrar constantemente que mereces amor. La dificultad para saber qué sientes o qué necesitas. La incapacidad para decir “no” sin justificarte. El miedo a poner límites por si te abandonan, la tendencia a buscar relaciones donde repites, sin darte cuenta, el mismo guion aprendido: dar más de lo que recibes. Esperar a que por fin te elijan. Amar para que te amen.
No venimos al mundo con estos patrones. Los aprendemos en la infancia cuando entendemos que nuestra existencia solo es válida si somos útiles, tranquilas, perfectas o complacientes. Internalizamos la idea de que amar es algo que hay que ganarse, y que para que te quieran debes aguantar. Que vincularse es ceder. Que querer a alguien es adaptarse a lo que necesita, aunque duela. Y no, eso nunca fue amor.
¿Qué hace el cuerpo con lo que la mente no puede sostener?
Lo guarda. En la tensión crónica, en el insomnio, en el colon irritable, en una sensación de vacío inexplicable que intentamos llenar con comida u otras adicciones, en la necesidad de tenerlo todo bajo control, en la hiperresponsabilidad, en el perfeccionismo y la autoexigencia, en el nudo en la garganta, en la tristeza que aparece sin motivo aparente, en la dificultad para disfrutar.
Es en ese planeta gris y denso donde vive una niña que no fue mirada. Un niño que fue tratado como adulto. Un adolescente que aprendió a callar lo que dolía para no ser castigado con el silencio o la vergüenza. Para sanar no es necesario entender todo lo que pasó, sino empezar a habitarse, a sentirlo todo sin huir, a sostenerse cuando aparece la duda y la crítica interior feroz. Sanar consiste sobre todo en dejar de abandonarse. Y es un proceso complejo para el que casi seguro vamos a necesitar tiempo y apoyo.
No hay que romper con nadie para liberarse
No todas las personas deciden cortar el vínculo con su familia cuando empiezan a poner palabras al abuso o a la negligencia. No es necesario, aunque a veces sí. Lo que resulta imprescindible es aprender a ver con claridad. Nombrar el abuso, dejar de idealizar, de justificar y de normalizar. Renunciar a que te entiendan. Aceptar que quizás nunca puedas hablar con ellos acerca de esto. Saber que si lo haces no vas a recibir la respuesta empática y reparadora que desearías. Y comprender que no necesitas su permiso para sanar.
Se trata más bien de dejar de pedir que validen tu dolor. Esa es la verdadera separación: cuando dejas de buscar consuelo donde sabes que no puede existir.
El inicio de una nueva lealtad
Y así, en algún momento del camino, la pregunta deja de ser: ¿por qué me hicieron esto? Y se convierte en otra: ¿cómo quiero tratarme ahora que sé lo que dolió? Ahí empieza la llamada “reparentalización”. No como un concepto psicológico abstracto, sino como una práctica diaria: darte descanso cuando estás cansada sin llamarte a ti misma “vaga”. Nombrar lo que sientes sin censura. Elegir relaciones en las que no tengas que explicar por qué existes. Despedirte de la exigencia de ser siempre la fuerte y la que se ocupa. Aprender a quedarte contigo incluso en los días más oscuros. Reconectar con el placer y la alegría.
En psicología, el término reparentalización (o reparenting) designa el proceso de brindarse a una misma aquello que no se recibió en la infancia: protección, regulación emocional, límites saludables, atención y ternura. La necesidad de este proceso suele emerger en la edad adulta cuando, pese a haber dejado atrás la casa familiar, persiste un malestar de fondo. Las personas que crecieron con madres narcisistas, emocionalmente inmaduras o impredecibles suelen arrastrar patrones comunes: una voz interna que castiga, dificultad para identificar sus propias necesidades, hiperresponsabilidad, miedo al conflicto, e incluso una dependencia emocional camuflada de fortaleza.
La psicóloga Lindsay C. Gibson, autora de Adult Children of Emotionally Immature Parents, señala que “una infancia sin sintonía emocional puede crear adultos altamente funcionales, pero crónicamente desconectados de su mundo interno”.
Reparentalizarte implica restaurar esa conexión: dejar de buscar fuera lo que faltó y empezar a darte dentro lo que necesitas: “Mientras no pongas el foco en ti y sigas girando alrededor del otro, como aprendiste a hacer, seguirás abandonándote”, advierte la Dra. Ramani Durvasula. Y continúa: “Reparentalizarte es cambiar ese eje: dejar de preguntarte por qué tu madre hizo lo que hizo, y empezar a preguntarte qué necesitas tú ahora para estar bien”.
¿Y cómo se reparentaliza una?
La reparentalización implica acciones concretas y repetidas. Implica tiempo, constancia. Cumplir las promesas que te haces. Estar ahí para ti. A continuación te dejo algunas ideas, un recorrido por cinco posibles dimensiones de este proceso extraído de lecturas, conversaciones y experiencias, con herramientas prácticas para cada una. No son cosas fáciles de llevar a cabo cuando la herida es profunda, así que es posible que necesites ayuda para ponerlas en práctica. También mucha paciencia y compasión contigo misma.
1. Regulación emocional: sostener lo que sientes sin huir
Una madre suficientemente buena (no necesitamos padres perfectos, sino suficientemente buenos) sabe acompañar tus emociones sin negarlas ni amplificarlas. Si creciste sin eso, es probable que temas a tus propias emociones o que las juzgues como “exageradas”. El primer paso aquí es validarlas. ¿Cuál es mi experiencia con esto? Ser muy radical. Da igual lo que esté sintiendo, lo valido siempre, y siempre le doy espacio. Y aun así, todavía me pillo muchas veces juzgando mis sentimientos: “No es para tanto”; “Eres demasiado sensible”; “No deberías sentirte así”. O también queriendo “solucionar” muy rápido lo que me pasa, porque aprendí que mis asuntos eran secundarios y no podían ocupar mucho tiempo ni espacio.
¿Qué puedes hacer?
Mueve el cuerpo. No puedo dejar de recomendar la bioenergética integrativa, porque es la práctica que hasta ahora más me ha ayudado, con diferencia. En bio trabajamos para construir cuerpo, un cuerpo que pueda sostener la intensidad de la vida, un cuerpo en el que haya espacio para sentirlo todo. En mi experiencia esto es difícil de lograr solo desde la mente.
Practica, por ejemplo, el método R.A.I.N. (Recognize, Allow, Investigate, Nurture), creado por Tara Brach, para atravesar emociones difíciles. Puedes encontrar información sobre este método en sus libros y en internet.
Aprende a diferenciar la emoción primaria (“siento miedo”) de la secundaria (“me siento débil por tener miedo”).
Usa frases de autorregulación: “Esto que siento es válido. Puedo sostenerlo sin desaparecer.”
Y recuerda que, como dice el terapeuta Pete Walker, “sentir es sanar”. Si no puedes sentir algo, no podrás procesarlo. Aunque si las sensaciones te desbordan, pide ayuda profesional. La terapia Somatic Experiencing es muy recomendable, y me cuentan cosas muy buenas de la terapia de Indagación Compasiva creada por Gabor Maté, así como de la terapia Internal Family Systems.
2. Reescribir la voz interna: de crítica a cuidado
Muchos adultos criados por figuras narcisistas conviven con un juez interno despiadado que constantemente les invalida. Esta voz suele ser una réplica internalizada del trato recibido: crítica, desprecio, indiferencia.
¿Qué puedes hacer?
Nombra esa voz. Incluso puedes darle un apodo propio para darte cuenta de cuándo aparece: “Vaya, ya está aquí la señora Juzgona”. Distingue cuándo estás hablando tú y cuándo lo hace tu madre interna.
Escribe las frases que te dice esa voz crítica y luego responde desde tu yo adulto amoroso.
Practica afirmaciones reparadoras: “No tengo que ganarme el amor”, “No estoy siendo dramática, estoy siendo honesta”.
Una clave: “Cuando la crítica interna toma el control, no necesitamos enemigos externos. Nos convertimos en nuestras propias agresoras”, advierte Alice Miller, pionera en el estudio del trauma infantil oculto.
3. Límites: definir dónde terminas tú y dónde empiezan los demás
Una infancia marcada por la manipulación emocional, la invasión o la negligencia genera adultos sin una noción clara de sus límites. Adultos que confunden ceder con amar, tolerar con cuidar.
¿Qué puedes hacer?
Haz un inventario de tus “sí” y tus “no”. ¿Qué cosas haces solo por miedo al conflicto o al rechazo? ¿Qué insistes en hacer, aunque no te siente bien, solo por conseguir amor?
Ensaya frases firmes y empáticas: “Hoy no me viene bien”, “No voy a hablar de eso”, “Prefiero que no me interrumpas”, “Lo siento, pero no puedo ayudarte”.
Y recuerda: poner un límite no es ser egoísta. Es amarte, es cuidarte. Y también cuida al otro porque te estás mostrando tal y como eres, y así, estás alimentando relaciones más auténticas.
La doctora Durvasula (recomiendo sus libros y sus charlas) lo resume así:
“Las personas criadas por narcisistas tienden a creer que poner límites es ser mala hija. No lo es. Es ser tu madre ahora.”
4. Atención: verte, escucharte, cuidarte como nadie lo hizo
Una madre amorosa observa. Nota cuando algo no va bien. Acompaña sin que tengas que pedirlo a gritos. Si nunca recibiste ese tipo de atención, probablemente hoy tengas tendencia a invisibilizarte a ti misma y puede que te cueste estar en contacto con tus verdaderas necesidades.
¿Qué puedes hacer?
Dedica cada día un momento para preguntarte: ¿cómo estoy? ¿qué necesito?
Mantén un diario de necesidades no cubiertas y busca maneras para empezar a atenderlas a atenderlas.
Practica pequeños gestos de cuidado (un paseo, una comida caliente, dejar el móvil al mediodía, regalarte un taller o una práctica que te apetezcan) con la conciencia de que son actos de reparación.
5. Pertenencia: crea relaciones donde puedas ser tú sin miedo
El entorno importa. La reparentalización no sucede en el vacío. Necesitamos espacios donde poder ser vulnerables sin tener que pagar un precio.
¿Qué puedes hacer?
Identifica las relaciones que te agotan y las relaciones que te sostienen.
Elige estar donde puedas mostrarte. Donde puedas estar triste sin que minimicen o ignoren tu malestar. Donde puedas sentirte alegre sin que te boicoteen. Donde puedas poner un límite sin que te castiguen.
Si no tienes vínculos así ahora mismo empieza por crear esta relación contigo: sé tú esa presencia que se queda y te sostiene a pesar de todo.
No es contra nadie
No es venganza. No es juicio. No es odio. Es una fidelidad nueva. Una lealtad hacia la parte de ti que aprendió a desaparecer para sobrevivir y que ahora necesita renacer para vivir plenamente. Volver a ser un lugar seguro para ti misma es una revolución silenciosa que no necesita testigos, solo presencia.
Y empieza, quizás, así: con una respiración lenta, con un “no” al que aún le tiembla la voz, pero que libera, con el permiso que te das para soltar de una vez la carga.
“Es tarde”, puede que pienses. Porque ya no tienes diez años, claro, y no puedes viajar hacia atrás en el tiempo. Eso es cierto, pero también lo es que puedes empezar hoy. Puedes comenzar a construir esa madre interna desde ahora mismo. La madre que escucha. La que repara. La que contiene, la que pone límites amorosos. Y en ese gesto, silencioso y profundo, volver a casa. A ti.
Práctica cotidiana #4
Tómate quince minutos. Busca una foto tuya de niña, mírala con atención. ¿Qué necesitaba esa pequeña? ¿Qué le faltó? ¿Qué le gustaba hacer? Escríbele una carta o una nota desde tu adulta. Prométele algo. Lee la carta en voz alta de vez en cuando. Llévala contigo unos días. Métela en el bolso. En el corazón. En la piel.
Si te ha acompañado este texto puedes compartirlo con alguien que creas que lo podría necesitar. Y déjame tus comentarios si te apetece, me encantará conocer tu experiencia.
Un abrazo blando.
Si te gustó leer esta carta recuerda que ahora puedes suscribirte a Un mundo blando por lo que te costaría invitarme a un té. Un precio simbólico de 3 euros al mes que a mí me permite dedicar la calma y el tiempo que necesito para cuidar este espacio contigo. Los suscriptores de pago, además de las cartas habituales, tenéis acceso a una carta extra más íntima que llega en exclusiva cada final de mes, más la posibilidad de asistir a dos encuentros presenciales al año. El primero será el 28 de junio. Os dejo el enlace con el cupón de descuento perpetuo aquí:
"el insomnio, en el colon irritable, en una sensación de vacío inexplicable", gracias por poner en palabras lo que he sentido durante mi vida me hace no sentirme tan desamparada.
Gracias por esta gran guía.