Cómo saber si ya has sanado
La cicatriz que no se explica y esas sillas que ya no volverás a ocupar
Hay preguntas que parecen inocentes pero están cargadas de expectativa. “¿Cómo sé si ya he sanado?”, por ejemplo. Tras esa formulación a menudo se esconde la esperanza de una absolución: la de una terapeuta, una amiga o incluso un algoritmo que certifique el fin de la tormenta. Algo o alguien que declare: “Sí, ya pasó. Estás bien. Hiciste el trabajo y puedes, por fin, seguir adelante”. Queremos un punto final, un certificado de alta para el alma.
A veces creo que la palabra “sanar” se ha convertido en la divisa de una promesa: la de una vida despojada de dolor, exenta de sobresaltos. Se vende en cápsulas de método, se borda en cojines de autoayuda, se repite hasta el hartazgo en eslóganes de bienestar. Pero cuando la herida aún palpita, cuando el cuerpo y el espíritu están en medio de aquello que supuestamente ha de curarse, ninguna de esas promesas, por muy dulce que suene, alcanza a consolar. Como bien señaló la escritora Anne Boyer: “Todo lo que intentamos sanar se vuelve mercado”.
Me pregunto si no hemos transformado la sanación en una suerte de industria personal: un ciclo inacabable que siempre pide más trabajo, más corrección, más obediencia a sus cánones. Pero, ¿y si sanar no tuviera nada que ver con esas frases prefabricadas de gratitud, ni con la forzada resignificación, ni con un rosario de aprendizajes forzados? ¿Y si tampoco fuera imprescindible convertir la herida en una anécdota útil, en un relato inspirador, en un testimonio brillante que deslumbre a los demás?
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