Apuntes de julio de una mujer que entrena (y quizá no se va de vacaciones)
Lecciones de fuerza en la vida y en la colchoneta
Uno. Enrico tiene cara de heladero. Un heladero amable, de los que te dan a probar tres sabores sin meterte prisa y acaban recomendándote el de pistacho como si te estuvieran haciendo un favor importante. Me entrena una vez por semana. Las otras dos voy al gimnasio sola, siguiendo sus indicaciones. Nada que ver, un abismo. Cuando voy por mi cuenta la sala suele estar demasiado llena. No importa dónde ponga la colchoneta, siempre estoy estorbándole a alguien. Tampoco encuentro nunca el material que necesito y se me olvida el número de repeticiones o si tenía que estar de lado o tumbada bocabajo.
Dos. Cuando voy con Enrico nunca tenemos problemas de espacio. Él hace de escudo y la gente nos deja tranquilos en nuestra esquina. Si me ve muy cansada o sin aliento, me da una salida elegante y me recuerda que beba agua. También me corrige la postura con la seguridad de quien sabe que esto va a funcionar. Además, me mira sin compasión. Eso me encanta.
Tres. El primer día le dije que tenía una lesión. Llegué con mi alerta habitual, con mis papeles, con las pruebas y los audios del traumatólogo. Él me dejó hablar hasta que no me quedó ni una palabra. Ma dai, dijo luego. No tienes una lesión. La tuviste. Ahora es otro momento. Y se puso a contarme el plan como si nada. Lo dijo tan convencido que he dejado de pensar en diagnósticos y he empezado a creer en su acento. ¿Cuántas veces nos quedamos enganchadas al pasado, a lo que fue, en el papel de la víctima? Y no: ahora es otro momento.
Cuatro. Lo que me ha pasado con la espalda me ha hecho pensar en el parto de mi hija. En ambos casos hubo una “amenaza médica” que me hizo reaccionar. Con la espalda fue: Si el dolor no mejora, habrá que tomar medidas más drásticas. La frase del traumatólogo resonó con la de mi ginecólogo justo antes del expulsivo: Esto se está alargando demasiado. Túmbate, que vamos a hacerte un cortecito. Le grité en la cara que nooooo, y en ese grito y esa negación salió limpiamente mi hija, el mayor sí de mi vida. Con Enrico sucedió algo parecido: del no a esas medidas drásticas para mis vértebras lumbares ha nacido un gran sí a entrenar en serio. El cuerpo casi siempre sabe qué hacer sin que lo pinchen ni lo corten.
Cinco. Antes pensaba que tener un entrenador personal era cosa de actrices o de gente rica y con demasiado tiempo libre. En mi caso ha resultado ser una gran inversión. No entiendo cómo no se me ocurrió antes. Le grabo vídeos a Enrico mientras me muestra los ejercicios con una seriedad y una profesionalidad casi conmovedora, solo para que no me equivoque de pierna ni de orden cuando los ejecute sola. A veces hago una repetición de más solo porque me cae bien.
Seis. Me apunté al gimnasio sin comprarme ropa nueva de deporte. Uso un pantalón corto que tengo desde hace mil años y una camiseta que ha perdido la forma pero que no me aprieta en ningún sitio. La lavo varias veces a la semana. No llevo mallas compresoras ni top con relleno (horror), ni esas licras que parecen diseñadas para exponer todos tus secretos al mundo. De momento entreno así, y me gusta. Quizá es un recordatorio de que lo importante ocurre por dentro, lejos de las etiquetas o las licras perfectas. Ya veremos.
Siete. Las chicas de mi gimnasio son espectaculares. Firmes, suaves, tan bonitas, tan satinadas sus pieles. Algunas llevan un moño impecable, otras, las gafas de sol en la cabeza. Ropa de colorines que les sienta fenomenal. Me acuerdo de cuando iba al gimnasio con mi amiga María José hace mil años. Nos paseábamos de la taquilla a la ducha con la toalla en la mano. Las jóvenes de ahora son más púdicas, creo. Echo de menos, quizá, ver cejas menos simétricas, bocas con pliegues y de todas las formas posibles. Esa belleza distraída de cuando no sabíamos cómo salíamos en las fotos. Tuve veinte años sin filtros. Me siento afortunada.
Y hablando de cuerpos, qué curioso cómo las mujeres de cualquier edad, bombardeadas por la exigencia de tener el cuerpo de cierta manera, nunca estamos contentas con lo que tenemos. Siempre hay un "demasiado" o un "no suficiente", no importa la edad. Es una trampa, chicas. Estáis fantásticas. Y yo estoy segura de que si me miro dentro de diez años también pensaré que, en este julio que entreno, justo ahora, estaba estupenda. Me ha pasado siempre lo mismo. Parece que la belleza es una mirada que solo sabemos entrenar con el tiempo.
Ocho. Y luego está esto. No levanto cuarenta kilos en sentadilla, como algunas de las increíbles amazonas que veo por aquí. Ni treinta, ni veinte, ni siquiera diez. Volver a hacer deporte, especialmente después de una lesión o de mucho tiempo parada, es un ejercicio brutal de humildad. Es aceptar que el punto de partida es muy diferente del que tenía el cuerpo de antes. Que la fuerza, la resistencia, incluso la memoria muscular, necesitan ser reconquistadas poco a poco. Es aprender a amar a tu cuerpo tal y como es en este momento, no lo que fue, ni lo que "debería" ser según la mirada de otros o la autoexigencia. No es pedirme demasiado, pero sí lo suficiente para seguir avanzando. Y observar cómo se adapta y crece desde su propia verdad es una experiencia de aprendizaje constante. Como en la vida, donde la verdadera fortaleza no es no tener límites, sino aceptarlos y, aun así, seguir moviéndote.
Nueve. Enrico habla del core como si fuera el alma. El centro que estabiliza. El lugar desde el que todo se ordena. Hago plancha lateral y me tiemblan hasta los pensamientos, pero no me duele. El cuerpo responde cuando no lo tratas como un caso clínico. Es una lección que se extiende más allá del gimnasio: la curación a menudo no viene de un diagnóstico, sino de la confianza y el movimiento. Llevo años ocupándome de mi mente con la terapia, explorando cada herida, cada pliegue de mi psique. Era hora de que el cuerpo también tuviera su turno.
Diez. Cuando toca un ejercicio especialmente complicado, mi entrenador mira su libreta y se ríe como un niño malo. Después me lo explica con entusiasmo, lo hace él mismo dos veces (por si me lío) y me dice bravissima o fantasmagórico (esto último es algo bueno, aunque no lo parezca) cuando termino mis repeticiones. Me dan ganas de hacerlo bien solo por no decepcionarle.
Once. Desde el primer día dormí mejor. La primeras tres semanas (ya no) viví con unas continuas agujetas. Cada día descubría zonas vírgenes en mi cuerpo. Pero ya puedo cargar con la mochila sin resentirme al día siguiente. Hasta he vuelto a hacer spinning, aunque esto último no me lo recomienda Enrico ni tampoco mi traumatólogo. Por favor, que no se enteren.
Doce. Hay cosas que pican y cosas que duelen. En la vida y en la colchoneta. Es importante distinguir una cosa de otra. Al principio cualquier molestia me alertaba. Decía “me duele” y Enrico ponía cara de susto, pues se supone que me acompaña justo para que no me lesione. Poco a poco, hemos aprendido a entendernos: una cosa es que algo te duela y otra es que te pique. El picor es esa sensación intensa que te dice que estás trabajando, que un músculo se está despertando, que se queja de forma sana. Si te quedas ahí, si insistes un poco más, ese picor se relaja y se convierte en fuerza. En los ejercicios, casi nada me duele, solo pica. Y creo que en la vida es igual: hay dolores que te obligan a parar para sanar. Y luego hay picores, esas incomodidades que son la señal de que algo nuevo está naciendo, de que estamos a punto de romper una barrera si nos atrevemos a ir un poco más allá.
Trece. En verano no me maquillo. Solo uso crema hidratante, máscara de pestañas y desde hace unos días, un sérum para los ojos que me encanta. El sérum tiene un roll on supergustoso, porque es metálico y está frío. Después de darme un pequeño masaje, le doy toques al producto con la yema del dedo. Con cada toque siento que me quiero un poquito más. Y me pido perdón por haberme olvidado de mí tantas veces durante años.
Catorce. Una mujer me preguntó la semana pasada, cuando salíamos del baño de vapor, si tomaba algún suplemento para la piel. Le dije que no. Que entrenaba. Que bebía agua. Que dormía mejor. Que me ponía el sérum con delicadeza y que estaba intentando no volverme a enamorar. Me miró con desconfianza y por un momento consideré mentir. Decirle: colágeno líquido.
Quince. Me ha dado por pensar en quedarme aquí este verano. Solo entrenar y escribir. Ir a la playa temprano, correr, bañarme, tomarme el té y la fruta frente al mar, volver a casa con algo para cenar y con el cuerpo ligeramente cansado. Ir a mi gimnasio-templo tres días por semana. Enrico también se queda en la ciudad. Durante años pensé que el lujo era otra cosa: viajes, planes, movimiento. Ahora me doy cuenta de que el verdadero lujo es estar bien donde estás. No necesitar huir de la vida que llevas. Y tener algo que te apetezca mucho escribir.
Feliz semana blanda.
A todo sí.